domingo, 13 de octubre de 2013

PRIMER CAPÍTULO DE "PROYECTO EVA"



1
EL ENVÍO DE LA CAJA


SANTO DOMINGO.  REPÚBLICA DOMINICANA.  1982.

ÉSTA TIENE MÁS ALMA QUE YO, piensa Karen, al ver que la forma de su rostro reflejado en el vidrio, coincide con la de la falsa máscara precolombina que parece mirarla inexpresiva desde la vitrina del almacén de artesanías.
Mientras cambia de hombro el bolso, vuelve a mirar a todos lados en busca de algún detalle que revele la presencia de él, ella, o ellos; en realidad no lo sabe.  Todos los rostros parecen sospechosos: el lustrabotas, el vendedor de cigarrillos, el limosnero, los oficinistas que regresan a sus sitios de trabajo después del almuerzo, el gordo de gafas oscuras y sombrero de paja que ojea una revista, y hasta las frescas muchachas que aprovechan las primeras horas de la soleada tarde para salir al centro con sus más livianos e insinuantes atuendos.  Podría ser cualquiera.
Ya ha pasado como un mes desde la tragedia, pero sus amigos de “Moulin Noire” le advirtieron que todavía la buscan; ahora más que nunca.  Le ofrecieron encargarse de enviar la caja, pero ella se negó.  Sólo permitió que la acompañaran hasta la ciudad y le consiguieran el carro; el resto lo tiene que hacer sola. 
Mucha gente estará dispuesta a trabajar por la cuantiosa recompensa clandestina que se ofrece por capturarla o asesinarla.
Con disimulo se acomoda la peluca que, después de varias horas, empieza a tallar el cuero cabelludo y, al apretar las patas de las gafas, lastima detrás de las orejas.  Confiando en la apariencia anodina que le brindan los accesorios y la sencilla vestimenta, se decide a regresar sobre sus últimos pasos e ingresa a la oficina de correos.
Una vez adentro trata de sobreponerse a la tensión para que su comportamiento sea el normal de cualquier usuario del establecimiento.  Va hacia el rincón en donde se encuentra un mesón alto, de los que disponen para que el público los utilice como escritorios, y coloca el bolso encima.  Comienza a sacar de éste la caja de cartón encintada y etiquetada, y mientras tanto recorre el local con la mirada oculta por los lentes oscuros.  Todo parece normal.
La puerta del local se abre y entra el gordo de gafas oscuras y sombrero de paja;  los dedos tiemblan, la caja se desliza y cae sobre el mesón con un golpe seco; el gordo, atraído por el ruido, voltea a mirarla; las manos reaccionan y esconden la caja tapándola con el bolso; los dedos se introducen en él fingiendo buscar algo —sí, ahí está la pistola—.  La cabeza se inclina mirando al bolso, pero la mirada disfrazada permanece en el gordo.  Él voltea lentamente y con andar casual se dirige al mesón instalado en el otro extremo del salón, coloca la revista encima, se ubica de manera que su visión también oculta domina todo el local y aparenta seguir leyendo.
Puede no ser uno de ellos, pero si lo es, parece ilógico que en un lugar como éste se atreva a intentar algo.  Hay que apresurarse a cumplir el objetivo: tiene que enviar la caja —después, que pase lo que tenga que pasar.
El gordo interrumpe la lectura y se dirige al teléfono público.  Sin dejar de cubrir todo el sitio con la mirada, introduce una moneda y marca los números.
Se acaba el tiempo.  Por fortuna no hay nadie en la fila de la ventanilla de “Recomendados”.  Se cuelga en el hombro el bolso ya más liviano, recoge la caja ocultándola lo más posible e inicia el corto pero angustiante recorrido.  La ventanilla parece alejarse a cada uno de sus inseguros pasos.  Nunca se sintió tan sola; tan vulnerable.  Recorre los últimos metros sintiendo que sus piernas no la sostienen.  Cuando por fin alcanza la ventanilla, se apoya en el mueble dando la espalda al gordo, y descarga la caja ante el dependiente.  Siente que entrega lo que queda de su ser.
Tras impacientes segundos la tensión empieza a tornarse en ira, ante la displicencia del dependiente que inicia el trámite del envío con exasperante lentitud.  El hombre alterna su trabajo con la conversación personal que sostiene con otro empleado, y los pequeños sorbos que da a un humeante pocillo de café.  Inquieta mira hacia todos lados.  El gordo ha regresado a su posición en el mesón; da la impresión de que la observa fijamente —esas malditas gafas oscuras son como los retratos pintados al óleo cuando el modelo mira a los ojos del pintor, tienen la propiedad de seguir a todo el mundo con la mirada—.  Quisiera increpar al dependiente por su descortesía pero se abstiene para no llamar la atención.  Soporta el desesperante proceso, hasta que cancela el costo y firma el despacho con el nombre de “Libertad Garbo”.  Se hace a un lado de la ventanilla, saca del bolso una libreta de apuntes y un lapicero, y simula escribir alguna nota.  Quiere tomarse un tiempo para ver qué pasa con la caja.
El gordo —cerdo—, sigue ahí; haciendo creer que lee la revista.
Un empleado pasa por el pasillo detrás de las ventanillas recogiendo los paquetes y sobres, y luego los lleva a un salón posterior que, al momento de abrirse la puerta, se ve repleto de estanterías llenas de toda clase de envíos en diferentes empaques.
Ya; se fue la caja —¿O será que el gordo tiene allí cómplices que la van a interceptar?—.  No; es imposible que alguien previera su presencia en ese sitio, tampoco existe quien sepa del contenido de la caja, o que la haya visto lo suficiente para poder identificarla entre tantas otras; el seudónimo y la dirección de la destinataria tampoco revelan nada.
Ahora tiene que salir de allí.  Ya vacía, lo único que tiene que proteger es su cuerpo, y lo hará; nadie, sólo ella misma podrá disponer de él.  Determinada emprende camino hacia la salida.  El —asqueroso— gordo la mira caminar.  La puerta se abre y entra una gorda con gafas oscuras y sombrero de paja, que la ve venir y mete la mano derecha en la cartera.  Karen se detiene dispuesta a todo; su mano va al bolso y empuña la pistola.  La gorda voltea a mirar al gordo, el gordo la ve, cierra la revista y levanta una mano —¿le pide que espere? ¿la saluda?—.  La gorda saca de la cartera la mano con un sobre y se lo muestra al gordo; el gordo sonríe, se le acerca, se dan un corto beso en la mejilla y conversando se dirigen a una de las ventanillas.
Suspira.
Suelta la pistola y saca la mano del bolso.  Las piernas como de lana, arrastrando los pies, continúan hacia la salida.  Llega a la puerta de vidrio.  La adrenalina ha invadido todos sus tejidos pero donde más se siente es en la lengua.  Observa cuidadosa el exterior, y sale.
El golpe de sol la aturde.  Empieza a caminar por la congestionada acera, y pasa la reseca lengua por los labios buscando aliviar la sensación de trapo; percibe un sabor salado; sudor —¿Cómo puedo estar sudando si me siento helada?—.  El vestido de fondo azul oscuro con flores se ve más oscuro alrededor de las axilas y a la altura del estómago, debajo de los senos.  Piensa con vergüenza y fastidio que se ha orinado, pero con algo de alivio comprueba que lo que hace que sus muslos resbalen uno contra el otro, es el sudor que ha humedecido la entrepierna.  Tiene que volver a concentrarse en la situación; el hecho de haberse equivocado con el —pobre— gordo no quiere decir que el peligro haya disminuido.
Agiliza el paso sin permitir que se note afanada, y dedica toda la atención a la gente.  Alerta recorre las siguientes dos cuadras y a punto de llegar a la esquina que espera, queda tiesa, petrificada; en un carro que se aproxima reconoce a uno de los guardaespaldas del viejo.
El carro avanza lentamente y los dos ocupantes miran hacia todos lados.  La buscan.  A lo único que acierta en ese momento es a acudir de nuevo a la disculpa del bolso colgado en su hombro izquierdo; con una mano lo abre e introduce la otra; empuña la pistola, que parece de jabón, mueve la mano dentro del bolso como si buscara algo y finge mirar adentro, pero no puede despegar la vista del hombre en la ventanilla del carro que ya está apenas a unos pocos metros.
Intenta moverse.  Se quiere voltear pero el cuerpo no responde.
El carro pasa frente a ella; el rostro del hombre está a tres metros del suyo que se niega a moverse.  El hombre la ve directamente a los ojos durante medio segundo y luego mira a otras personas.  Pasan de largo —¿Cómo es posible que no me reconozca?—.  Sencillamente, en el cerebro del tipo no estaba codificado el hecho de que la doctora Karen Harrison pudiera permitirle mirar su rostro, sin moverlo, a tan poca distancia, aunque estuviera disfrazada con la peluca de cabellos castaños y las gafas oscuras.
Poco a poco recupera el movimiento.  Continúa caminando pesadamente; como si las piernas se le hubieran convertido en las de un elefante.
A punto de desfallecer logra doblar la esquina desde la que puede ver el Studebaker azul.  Trata de avanzar pero no tiene fuerzas.  La cantidad de rostros iguales que ve le produce mareo.  La intrincada madeja de sonidos, voces y pitos que oye, empieza a convertirse en un estridente zumbido.  Las náuseas la acosan; tiene que apoyarse en un portal amarillo para no caer; dentro de ella todas las entrañas parecen adquirir vida propia y se lanzan en sucesivos ataques, hasta que tiene que ceder vomitando en violentas arcadas contra la puerta verde.  Las personas que transitan por la acera apenas hacen cara de asco y caminan como si existiera una prohibida línea dibujada a prudente distancia en torno a ella.
Agachada, vacía, atontada por el agudo silbido en los oídos y respirando pesadamente, oculta el rostro y se limpia la boca con el extremo de la falda.
Con trabajo se incorpora y mira a su alrededor, comprobando que no hay nadie vigilándola a ella o al Studebaker.  Caminando torpemente —como los borrachos que tienen que andar rápido para no irse de cara contra el piso—, llega hasta la portezuela del conductor y se recarga en ella.
Con mano temblorosa ubica el llavero dentro del bolso y se dispone a abrir la puerta.  Dirige la punta de la llave a la cerradura, pero, cuando la empuja, ésta parece moverse a un lado.  La operación se repite hasta que logra introducirla unos milímetros, pero no quiere entrar más.  Presiona con fuerza, pero los dedos húmedos resbalan a lo largo de la llave hasta que la uña del pulgar tropieza contra la cerradura, y se parte por el centro desprendiéndose de la carne hasta la mitad; una gota roja aparece en la fisura y un fogonazo de dolor explota en el dedo y recorre el antebrazo para concentrarse en el codo.  Todo el cuerpo se estremece.  El rostro se congestiona y los ojos se anegan en lágrimas.  Mientras asimila el martirio, con la mirada líquida, revisa que nadie se fije en ella.
Como autómata que funciona gracias a la energía de las pulsaciones del pulgar derecho, saca la llave de la chapa con la mano izquierda y apoyándose en el carro, lo rodea por la parte posterior para intentar en la otra puerta.
Esta vez la chapa funciona con suavidad y puede subir al carro.  Cierra la puerta, abre la guantera, busca algo con que limpiarse, y encuentra —detrás del casete y el estuche cromado— un engrasado pedazo de tela con el que envuelve el dedo lastimado; lo va a presionar, pero lo suelta rápidamente al caer en la cuenta de que puede contraer una infección.  Lo piensa tres segundos.  Sonríe escéptica, y lo envuelve de nuevo buscando el alivio que le da la presión.  Se lo flexiona y lo mueve de lado a lado.  El dolor disminuye.  Deja el trapo en el piso y se desliza por el ancho cojín —por delante de la grabadora de pilas— hasta el puesto del conductor.
Mientras con la palanca de cambios pone la transmisión en neutro, observa con cuidado el espejo retrovisor y los alrededores.  No hay nada sospechoso, pero no se puede confiar; los hombres que la buscan andan por ahí, y seguramente no son los únicos, el cuerpo de seguridad del viejo es muy numeroso.
Acciona el arranque pero el motor se niega a encender.  Oprime repetidamente el acelerador y lo vuelve a intentar.  Nada.  Insiste varias veces, hasta que la frecuencia del zumbido empieza a disminuir al mismo ritmo en que aumenta la desesperación.  Cuando ya el ahogado lamento del arranque se mezcla con sus asustados gemidos, se escucha en el motor un ruido como el que haría un tuberculoso tosiendo entre un tarro de hojalata, una pequeña nube de humo azul aparece en el retrovisor, y el motor arranca.
Tan pronto los vehículos en la vía se lo permiten se aleja del sitio.  A esa hora el tráfico es pesado.  En medio de sobresaltos y, tomándose mucho más tiempo del requerido normalmente, en razón de que tiene que desviarse de la ruta cada vez que ve cualquier vehículo detrás de ella por más de dos cuadras, logra salir del centro de la ciudad.
Ahora se desplaza más ágilmente por los barrios periféricos hacia las afueras.  Conserva todas las precauciones durante un buen trayecto, hasta que se va convenciendo de que nadie la sigue.  La tensión afloja; va desapareciendo.  Paulatinamente se deja consumir en un laxo ensimismamiento.  Se olvida del mundo que la rodea.  Sin darse cuenta se detiene ante un semáforo en rojo.  Sale de su trance cuando los ojos de un sonriente niño que atraviesa la calle de la mano de una mujer, se queda mirándola directamente con cándida curiosidad.  Trata de sostenerle la mirada, pero al cabo de un par de segundos cierra con fuerza los ojos y baja la cabeza.  Dos lágrimas descienden de entre las pestañas, y se oye a sí misma pronunciar amargamente una palabra:
—Perdónanos.
Permanece así hasta cuando al cambio de semáforo los vehículos atrás empiezan a pitar.  Reacciona.  Se pone de nuevo en movimiento, y gradualmente se vuelve a sumir en el sopor.  Adormecida conduce por las afueras de la ciudad y luego por el campo sobre una vía principal.
Después de algunos kilómetros por la misma carretera, disminuye la velocidad y sale de ella tomando un camino destapado que la interna en una zona boscosa.
Al cabo de unos minutos de lento transitar por entre el bosque llega al final del camino, en una escondida planada desde la que se domina un bello e imponente paisaje.
Detiene el carro frente a la hermosa vista, apaga el motor, y suspira pesadamente dejándose invadir por el agotamiento. Se  arranca la peluca, se quita las gafas y arroja las dos cosas hacia el asiento de atrás.  Con los dedos de ambas manos revuelve la rubia cabellera apelmazada por el sudor, luego restriega los irritados ojos, y después se acaricia las sienes como tratando de disolver el agudo dolor de cabeza.
Levanta la mirada y la fija en el reflejo de sus ojos en el espejo retrovisor.  La visión se nubla y empieza a ver, con absoluta claridad, una serie de imágenes que se forman en el cerebro y que cambian en fracciones de segundo: la finca Eva presa de las llamas; el rostro de Antonio lívido e inexpresivo; un chimpancé luchando con los barrotes de la jaula; un funeral; el virus visto a través del microscopio; el rostro sonriente de David; una jeringa sacando sangre; la foto de periódico de un demacrado hombre, en silla de ruedas y conectado a una bolsa de suero; Tenaura, con las ropas rasgadas, inmovilizada contra el suelo por dos hombres negros que la sostienen con las piernas abiertas, mientras un tercero la penetra violentamente arrancándole un grito de dolor y miedo.
Sacude con fuerza la cabeza como queriendo arrojar esas imágenes, golpea la frente contra el timón una y otra vez, lastimándose hasta que la intensidad del dolor es superior a la de los pensamientos.  Descansa la nuca en el espaldar y con los ojos cerrados permanece quieta.  Poco a poco, con el hilo de sangre que desciende por entre las cejas y sigue por el costado izquierdo de la nariz, sale el dolor, y la mente queda en blanco.
Decidida se pone en acción; con movimientos mecánicos, acompasados y seguros, abre la guantera y saca el estuche cromado; lo pone sobre el cojín; lo abre y toma de él una jeringa y un frasco lleno con líquido blancuzco; prepara una inyección; manteniendo la jeringa hacia arriba, la golpea dos veces con la punta del índice para desprender las burbujas del tubo, y presiona el émbolo hasta que salen por la aguja unas cuantas gotas; saca del estuche un tubo de caucho amarillo de unos treinta centímetros de largo, y con la mano derecha lo envuelve en el brazo izquierdo un poco más arriba del codo; pone el extremo de éste entre los dientes para mantenerlo tenso, lo estira para presionar la circulación hasta que la vena resalta, e introduce en ella la aguja; suelta el caucho de los dientes, se aplica la inyección y, después, tranquila, deja todos los elementos sobre el cojín.
Disminuyendo el ritmo de los movimientos, saca el casete de la guantera, lo instala en la grabadora, recuesta la cabeza contra el paral de la ventanilla, y se queda inmóvil observando el paisaje.
Comienza a sonar una versión en piano de “Claro de luna”, de Debussy, cuyas notas, suaves y dulces, se mezclan con las voces de las aves y los insectos, y el apacible cantar de las hojas de los árboles que se solazan con la brisa.  El rostro se relaja en calmada expresión de paz.  La mirada se deja llevar sobre los iridiscentes reflejos del cielo en las ondas de la laguna, vuela remontando las brumosas montañas hasta superar el horizonte, y se sumerge entre los rosados tonos de las nubes que se gozan el atardecer.
La visión empieza a aclararse y se torna en sublime luminosidad, al tiempo que los párpados cada vez más pesados se van entrecerrando.  Finalmente, mientras exhala su último aliento, los ojos se cierran, y la cabeza, como agradeciendo el inefable momento, descansa abandonándose lentamente sobre el pecho.

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