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EL ENVÍO DE LA CAJA
SANTO DOMINGO. REPÚBLICA DOMINICANA. 1982.
ÉSTA TIENE MÁS ALMA QUE YO,
piensa Karen, al ver que la forma de su rostro reflejado en el vidrio, coincide
con la de la falsa máscara precolombina que parece mirarla inexpresiva desde la
vitrina del almacén de artesanías.
Mientras cambia de hombro el
bolso, vuelve a mirar a todos lados en busca de algún detalle que revele la
presencia de él, ella, o ellos; en realidad no lo sabe. Todos los rostros parecen sospechosos: el
lustrabotas, el vendedor de cigarrillos, el limosnero, los oficinistas que
regresan a sus sitios de trabajo después del almuerzo, el gordo de gafas
oscuras y sombrero de paja que ojea una revista, y hasta las frescas muchachas
que aprovechan las primeras horas de la soleada tarde para salir al centro con
sus más livianos e insinuantes atuendos.
Podría ser cualquiera.
Ya ha pasado como un mes desde la
tragedia, pero sus amigos de “Moulin Noire” le advirtieron que todavía la buscan;
ahora más que nunca. Le ofrecieron
encargarse de enviar la caja, pero ella se negó. Sólo permitió que la acompañaran hasta la
ciudad y le consiguieran el carro; el resto lo tiene que hacer sola.
Mucha gente estará dispuesta a
trabajar por la cuantiosa recompensa clandestina que se ofrece por capturarla o
asesinarla.
Con disimulo se acomoda la peluca
que, después de varias horas, empieza a tallar el cuero cabelludo y, al apretar
las patas de las gafas, lastima detrás de las orejas. Confiando en la apariencia anodina que le
brindan los accesorios y la sencilla vestimenta, se decide a regresar sobre sus
últimos pasos e ingresa a la oficina de correos.
Una vez adentro trata de
sobreponerse a la tensión para que su comportamiento sea el normal de cualquier
usuario del establecimiento. Va hacia el
rincón en donde se encuentra un mesón alto, de los que disponen para que el
público los utilice como escritorios, y coloca el bolso encima. Comienza a sacar de éste la caja de cartón
encintada y etiquetada, y mientras tanto recorre el local con la mirada oculta
por los lentes oscuros. Todo parece normal.
La puerta del local se abre y
entra el gordo de gafas oscuras y sombrero de paja; los dedos tiemblan, la caja se desliza y cae
sobre el mesón con un golpe seco; el gordo, atraído por el ruido, voltea a
mirarla; las manos reaccionan y esconden la caja tapándola con el bolso; los
dedos se introducen en él fingiendo buscar algo —sí, ahí está la pistola—. La cabeza se inclina mirando al bolso, pero
la mirada disfrazada permanece en el gordo.
Él voltea lentamente y con andar casual se dirige al mesón instalado en
el otro extremo del salón, coloca la revista encima, se ubica de manera que su
visión también oculta domina todo el local y aparenta seguir leyendo.
Puede no ser uno de ellos, pero
si lo es, parece ilógico que en un lugar como éste se atreva a intentar
algo. Hay que apresurarse a cumplir el
objetivo: tiene que enviar la caja —después, que pase lo que tenga que pasar.
El gordo interrumpe la lectura y
se dirige al teléfono público. Sin dejar
de cubrir todo el sitio con la mirada, introduce una moneda y marca los números.
Se acaba el tiempo. Por fortuna no hay nadie en la fila de la ventanilla
de “Recomendados”. Se cuelga en el
hombro el bolso ya más liviano, recoge la caja ocultándola lo más posible e
inicia el corto pero angustiante recorrido.
La ventanilla parece alejarse a cada uno de sus inseguros pasos. Nunca se sintió tan sola; tan vulnerable. Recorre los últimos metros sintiendo que sus
piernas no la sostienen. Cuando por fin
alcanza la ventanilla, se apoya en el mueble dando la espalda al gordo, y
descarga la caja ante el dependiente.
Siente que entrega lo que queda de su ser.
Tras impacientes segundos la
tensión empieza a tornarse en ira, ante la displicencia del dependiente que
inicia el trámite del envío con exasperante lentitud. El hombre alterna su trabajo con la
conversación personal que sostiene con otro empleado, y los pequeños sorbos que
da a un humeante pocillo de café.
Inquieta mira hacia todos lados.
El gordo ha regresado a su posición en el mesón; da la impresión de que
la observa fijamente —esas malditas gafas oscuras son como los retratos
pintados al óleo cuando el modelo mira a los ojos del pintor, tienen la
propiedad de seguir a todo el mundo con la mirada—. Quisiera increpar al dependiente por su
descortesía pero se abstiene para no llamar la atención. Soporta el desesperante proceso, hasta que
cancela el costo y firma el despacho con el nombre de “Libertad Garbo”. Se hace a un lado de la ventanilla, saca del
bolso una libreta de apuntes y un lapicero, y simula escribir alguna nota. Quiere tomarse un tiempo para ver qué pasa
con la caja.
El gordo —cerdo—, sigue ahí;
haciendo creer que lee la revista.
Un empleado pasa por el pasillo
detrás de las ventanillas recogiendo los paquetes y sobres, y luego los lleva a
un salón posterior que, al momento de abrirse la puerta, se ve repleto de estanterías
llenas de toda clase de envíos en diferentes empaques.
Ya; se fue la caja —¿O será que
el gordo tiene allí cómplices que la van a interceptar?—. No; es imposible que alguien previera su
presencia en ese sitio, tampoco existe quien sepa del contenido de la caja, o
que la haya visto lo suficiente para poder identificarla entre tantas otras; el
seudónimo y la dirección de la destinataria tampoco revelan nada.
Ahora tiene que salir de
allí. Ya vacía, lo único que tiene que
proteger es su cuerpo, y lo hará; nadie, sólo ella misma podrá disponer de
él. Determinada emprende camino hacia la
salida. El —asqueroso— gordo la mira
caminar. La puerta se abre y entra una
gorda con gafas oscuras y sombrero de paja, que la ve venir y mete la mano
derecha en la cartera. Karen se detiene
dispuesta a todo; su mano va al bolso y empuña la pistola. La gorda voltea a mirar al gordo, el gordo la
ve, cierra la revista y levanta una mano —¿le pide que espere? ¿la saluda?—. La gorda saca de la cartera la mano con un
sobre y se lo muestra al gordo; el gordo sonríe, se le acerca, se dan un corto
beso en la mejilla y conversando se dirigen a una de las ventanillas.
Suspira.
Suelta la pistola y saca la mano
del bolso. Las piernas como de lana,
arrastrando los pies, continúan hacia la salida. Llega a la puerta de vidrio. La adrenalina ha invadido todos sus tejidos
pero donde más se siente es en la lengua.
Observa cuidadosa el exterior, y sale.
El golpe de sol la aturde. Empieza a caminar por la congestionada acera,
y pasa la reseca lengua por los labios buscando aliviar la sensación de trapo;
percibe un sabor salado; sudor —¿Cómo puedo estar sudando si me siento
helada?—. El vestido de fondo azul
oscuro con flores se ve más oscuro alrededor de las axilas y a la altura del
estómago, debajo de los senos. Piensa con
vergüenza y fastidio que se ha orinado, pero con algo de alivio comprueba que
lo que hace que sus muslos resbalen uno contra el otro, es el sudor que ha
humedecido la entrepierna. Tiene que
volver a concentrarse en la situación; el hecho de haberse equivocado con el
—pobre— gordo no quiere decir que el peligro haya disminuido.
Agiliza el paso sin permitir que
se note afanada, y dedica toda la atención a la gente. Alerta recorre las siguientes dos cuadras y a
punto de llegar a la esquina que espera, queda tiesa, petrificada; en un carro
que se aproxima reconoce a uno de los guardaespaldas del viejo.
El carro avanza lentamente y los
dos ocupantes miran hacia todos lados.
La buscan. A lo único que acierta
en ese momento es a acudir de nuevo a la disculpa del bolso colgado en su
hombro izquierdo; con una mano lo abre e introduce la otra; empuña la pistola,
que parece de jabón, mueve la mano dentro del bolso como si buscara algo y
finge mirar adentro, pero no puede despegar la vista del hombre en la ventanilla
del carro que ya está apenas a unos pocos metros.
Intenta moverse. Se quiere voltear pero el cuerpo no responde.
El carro pasa frente a ella; el
rostro del hombre está a tres metros del suyo que se niega a moverse. El hombre la ve directamente a los ojos
durante medio segundo y luego mira a otras personas. Pasan de largo —¿Cómo es posible que no me
reconozca?—. Sencillamente, en el
cerebro del tipo no estaba codificado el hecho de que la doctora Karen Harrison
pudiera permitirle mirar su rostro, sin moverlo, a tan poca distancia, aunque
estuviera disfrazada con la peluca de cabellos castaños y las gafas oscuras.
Poco a poco recupera el
movimiento. Continúa caminando pesadamente;
como si las piernas se le hubieran convertido en las de un elefante.
A punto de desfallecer logra
doblar la esquina desde la que puede ver el Studebaker azul. Trata de avanzar pero no tiene fuerzas. La cantidad de rostros iguales que ve le
produce mareo. La intrincada madeja de
sonidos, voces y pitos que oye, empieza a convertirse en un estridente
zumbido. Las náuseas la acosan; tiene
que apoyarse en un portal amarillo para no caer; dentro de ella todas las
entrañas parecen adquirir vida propia y se lanzan en sucesivos ataques, hasta
que tiene que ceder vomitando en violentas arcadas contra la puerta verde. Las personas que transitan por la acera
apenas hacen cara de asco y caminan como si existiera una prohibida línea
dibujada a prudente distancia en torno a ella.
Agachada, vacía, atontada por el
agudo silbido en los oídos y respirando pesadamente, oculta el rostro y se
limpia la boca con el extremo de la falda.
Con trabajo se incorpora y mira a
su alrededor, comprobando que no hay nadie vigilándola a ella o al
Studebaker. Caminando torpemente —como
los borrachos que tienen que andar rápido para no irse de cara contra el piso—,
llega hasta la portezuela del conductor y se recarga en ella.
Con mano temblorosa ubica el
llavero dentro del bolso y se dispone a abrir la puerta. Dirige la punta de la llave a la cerradura,
pero, cuando la empuja, ésta parece moverse a un lado. La operación se repite hasta que logra
introducirla unos milímetros, pero no quiere entrar más. Presiona con fuerza, pero los dedos húmedos
resbalan a lo largo de la llave hasta que la uña del pulgar tropieza contra la
cerradura, y se parte por el centro desprendiéndose de la carne hasta la mitad;
una gota roja aparece en la fisura y un fogonazo de dolor explota en el dedo y
recorre el antebrazo para concentrarse en el codo. Todo el cuerpo se estremece. El rostro se congestiona y los ojos se anegan
en lágrimas. Mientras asimila el
martirio, con la mirada líquida, revisa que nadie se fije en ella.
Como autómata que funciona
gracias a la energía de las pulsaciones del pulgar derecho, saca la llave de la
chapa con la mano izquierda y apoyándose en el carro, lo rodea por la parte posterior
para intentar en la otra puerta.
Esta vez la chapa funciona con
suavidad y puede subir al carro. Cierra
la puerta, abre la guantera, busca algo con que limpiarse, y encuentra —detrás
del casete y el estuche cromado— un engrasado pedazo de tela con el que
envuelve el dedo lastimado; lo va a presionar, pero lo suelta rápidamente al
caer en la cuenta de que puede contraer una infección. Lo piensa tres segundos. Sonríe escéptica, y lo envuelve de nuevo
buscando el alivio que le da la presión.
Se lo flexiona y lo mueve de lado a lado. El dolor disminuye. Deja el trapo en el piso y se desliza por el
ancho cojín —por delante de la grabadora de pilas— hasta el puesto del conductor.
Mientras con la palanca de
cambios pone la transmisión en neutro, observa con cuidado el espejo retrovisor
y los alrededores. No hay nada
sospechoso, pero no se puede confiar; los hombres que la buscan andan por ahí,
y seguramente no son los únicos, el cuerpo de seguridad del viejo es muy
numeroso.
Acciona el arranque pero el motor
se niega a encender. Oprime
repetidamente el acelerador y lo vuelve a intentar. Nada.
Insiste varias veces, hasta que la frecuencia del zumbido empieza a
disminuir al mismo ritmo en que aumenta la desesperación. Cuando ya el ahogado lamento del arranque se
mezcla con sus asustados gemidos, se escucha en el motor un ruido como el que
haría un tuberculoso tosiendo entre un tarro de hojalata, una pequeña nube de
humo azul aparece en el retrovisor, y el motor arranca.
Tan pronto los vehículos en la
vía se lo permiten se aleja del sitio. A
esa hora el tráfico es pesado. En medio
de sobresaltos y, tomándose mucho más tiempo del requerido normalmente, en
razón de que tiene que desviarse de la ruta cada vez que ve cualquier vehículo
detrás de ella por más de dos cuadras, logra salir del centro de la ciudad.
Ahora se desplaza más ágilmente
por los barrios periféricos hacia las afueras.
Conserva todas las precauciones durante un buen trayecto, hasta que se
va convenciendo de que nadie la sigue.
La tensión afloja; va desapareciendo.
Paulatinamente se deja consumir en un laxo ensimismamiento. Se olvida del mundo que la rodea. Sin darse cuenta se detiene ante un semáforo
en rojo. Sale de su trance cuando los
ojos de un sonriente niño que atraviesa la calle de la mano de una mujer, se
queda mirándola directamente con cándida curiosidad. Trata de sostenerle la mirada, pero al cabo
de un par de segundos cierra con fuerza los ojos y baja la cabeza. Dos lágrimas descienden de entre las
pestañas, y se oye a sí misma pronunciar amargamente una palabra:
—Perdónanos.
Permanece así hasta cuando al
cambio de semáforo los vehículos atrás empiezan a pitar. Reacciona.
Se pone de nuevo en movimiento, y gradualmente se vuelve a sumir en el
sopor. Adormecida conduce por las
afueras de la ciudad y luego por el campo sobre una vía principal.
Después de algunos kilómetros por
la misma carretera, disminuye la velocidad y sale de ella tomando un camino
destapado que la interna en una zona boscosa.
Al cabo de unos minutos de lento
transitar por entre el bosque llega al final del camino, en una escondida
planada desde la que se domina un bello e imponente paisaje.
Detiene el carro frente a la
hermosa vista, apaga el motor, y suspira pesadamente dejándose invadir por el
agotamiento. Se arranca la peluca, se
quita las gafas y arroja las dos cosas hacia el asiento de atrás. Con los dedos de ambas manos revuelve la
rubia cabellera apelmazada por el sudor, luego restriega los irritados ojos, y
después se acaricia las sienes como tratando de disolver el agudo dolor de
cabeza.
Levanta la mirada y la fija en el
reflejo de sus ojos en el espejo retrovisor.
La visión se nubla y empieza a ver, con absoluta claridad, una serie de
imágenes que se forman en el cerebro y que cambian en fracciones de segundo: la
finca Eva presa de las llamas; el rostro de Antonio lívido e inexpresivo; un
chimpancé luchando con los barrotes de la jaula; un funeral; el virus visto a través
del microscopio; el rostro sonriente de David; una jeringa sacando sangre; la
foto de periódico de un demacrado hombre, en silla de ruedas y conectado a una
bolsa de suero; Tenaura, con las ropas rasgadas, inmovilizada contra el suelo
por dos hombres negros que la sostienen con las piernas abiertas, mientras un
tercero la penetra violentamente arrancándole un grito de dolor y miedo.
Sacude con fuerza la cabeza como
queriendo arrojar esas imágenes, golpea la frente contra el timón una y otra
vez, lastimándose hasta que la intensidad del dolor es superior a la de los
pensamientos. Descansa la nuca en el
espaldar y con los ojos cerrados permanece quieta. Poco a poco, con el hilo de sangre que
desciende por entre las cejas y sigue por el costado izquierdo de la nariz,
sale el dolor, y la mente queda en blanco.
Decidida se pone en acción; con
movimientos mecánicos, acompasados y seguros, abre la guantera y saca el
estuche cromado; lo pone sobre el cojín; lo abre y toma de él una jeringa y un
frasco lleno con líquido blancuzco; prepara una inyección; manteniendo la
jeringa hacia arriba, la golpea dos veces con la punta del índice para
desprender las burbujas del tubo, y presiona el émbolo hasta que salen por la
aguja unas cuantas gotas; saca del estuche un tubo de caucho amarillo de unos
treinta centímetros de largo, y con la mano derecha lo envuelve en el brazo
izquierdo un poco más arriba del codo; pone el extremo de éste entre los
dientes para mantenerlo tenso, lo estira para presionar la circulación hasta
que la vena resalta, e introduce en ella la aguja; suelta el caucho de los
dientes, se aplica la inyección y, después, tranquila, deja todos los elementos
sobre el cojín.
Disminuyendo el ritmo de los
movimientos, saca el casete de la guantera, lo instala en la grabadora,
recuesta la cabeza contra el paral de la ventanilla, y se queda inmóvil
observando el paisaje.
Comienza a sonar una versión en
piano de “Claro de luna”, de Debussy, cuyas notas, suaves y dulces, se mezclan
con las voces de las aves y los insectos, y el apacible cantar de las hojas de
los árboles que se solazan con la brisa.
El rostro se relaja en calmada expresión de paz. La mirada se deja llevar sobre los
iridiscentes reflejos del cielo en las ondas de la laguna, vuela remontando las
brumosas montañas hasta superar el horizonte, y se sumerge entre los rosados
tonos de las nubes que se gozan el atardecer.
La visión empieza a aclararse y
se torna en sublime luminosidad, al tiempo que los párpados cada vez más
pesados se van entrecerrando. Finalmente,
mientras exhala su último aliento, los ojos se cierran, y la cabeza, como
agradeciendo el inefable momento, descansa abandonándose lentamente sobre el
pecho.
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